Una de las lecciones fundamentales que recibieron los arquitectos tras el postmodernismo fue que "no todo vale". Su generación había abierto maravillada la caja de Pandora de los estilos, y los había sacado de paseo uno detrás de otro: neoegipcio, colonial americano, pastiche romano, kitsch pop... De nuevo el arquitecto tenía a su disposición un innumerable repertorio de formas y soluciones que aplicar en su trabajo, y que la globalización teóricamente había hecho aceptables en los contextos más dispares. Hoy en día sin embargo miramos atrás y vemos los productos de aquella explosión con cierta sorpresa, como las películas que han envejecido mal y nos parecen sacadas de un universo cultural ajeno. Desfasados, los pastiches que pueblan nuestras periferias han perdido gran parte de su atractivo y quedan como el infame recordatorio de que "no todo vale".
Pero entonces, ¿qué es lo que vale? Vale aquello que la sociedad considera bello pero, antes que nada, vale lo que no está blindado por el velo de lo ridículo. En nuestra época de nuevos materiales, nuevas técnicas e influencias estilísticas dispares a menudo surgen contradicciones en la forma construida que le dan un aura ridícula, irónica. En arquitectura lo ridículo, al contrario que su contrapartida lo extremadamente serio -lo trascendental- le da a la obra un cariz demasiado dialéctico, comunica significados demasiado cambiantes, pero atados al lugar y el momento de su concepción. Vivimos en una cultura rápidamente cambiante en la que muchas veces sólo es posible mantener la validez de una estética a través de un cierto minimalismo, evitando colocar cualquier presencia que con el paso del tiempo pueda resultar anómala o fuera de lugar.
El diseñador se enfrenta por tanto a una doble amenaza: por un lado, tiene que elegir de entre millones de formas que la sociedad considera válidas, pero también debe tener cuidado de abstraerse del presente para dar una cierta vigencia a su obra. Gran parte de su pericia consiste en saber estar a tono con la sociedad para descartar o apropiarse de cada referencia que recibe del inmenso flujo de información que maneja.
