Hoy nos hemos acercado a la ciudad perdida de Mistrás (Μυστρά), serpenteando por profundas gargantas. Cuando por fin llegamos donde marca el mapa, solo encontramos caballos paciendo sobre una ladera desperdigada de ruinas. Nada queda ya de la capital que se nos dice que era y cuyos estrechos resquicios parece que destruyeron con su desidia los propios habitantes.
Hubo, según parece, tres edades. En la primera se construyó un santuario resplandeciente para adorar a los dioses; a ella pertenecen las piedras blancas labradas, el aire puro de la cima y la silueta de los cipreses. Sin el peso de una historia anquilosada sobre sus cuerpos, los primeros hombres del lugar vivían en el presente y amaban las casas que construían, o al menos las respetaban. Pero con el paso del tiempo allí no ocurrió nada y la sombra de las tradiciones se fue haciendo más y más larga, hasta que se acabó perdiendo en el horizonte de sus cabezas. Así fueron paulatinamente olvidando el porqué de su mundo y se volvieron deformes. Los hombres de la segunda edad ya no hacían caso a los arroyos y los augurios animales, con su vitalidad eternamente actual; en su lugar se convirtieron en guardianes huraños de su propia civilización y de la religión de Cristo, encerrada en la palabra inmóvil de los sacerdotes.
Bajo el sol atroz nos introducimos ahora en el paisaje de los hombres deformes, en el reino de la serpiente cobijada con los harapos de su antigua funda de mármol. Hace ya cientos de años que las gentes de la segunda edad construyeron aquí sus casas como castores, paralizados por la horrible visión de un pasado perfecto e irrepetible. Lentamente, el encalado sucedió al alabastro y la lanza de hierro a los broncíneos caballos: todo quedó en piedras, cruces, disputas, en nada. Bajo el cielo azul y sin mirarse a los ojos, los habitantes de la ladera convirtieron todos los bellos relieves en puñados de roca e hicieron de ellos la argamasa febril de sus moradas. Los niños nacían ya viejos, miserables, y de pequeños jugaban a esconderse entre flores de piedra y los grandes cilindros tallados, tras los cuales se reían y dibujaban caras obscenas.
Fueron éstas las presencias misteriosas que marcaron sus infancias, los instrumentos ancestrales de su juego inocente que, poco a poco, palidecieron en su imaginación. Olvidaron las columnas y los frisos resplandecientes como se olvida la naturaleza, que nos acompaña siempre en el silencio. Y se convirtieron también poco a poco en adultos, más viejos si cabe, y aprendieron a ver en ellos un ladrillo, un yunque, una baldosa… incapaces de entender la belleza se convirtieron en castores. Y refundaron durante cientos de años la ciudad hecha de cosas sin nombre, una ciudad que siempre fue olvido.
Se podría decir que al tiempo llegó la tercera edad, la edad sin gente, como el suspiro hueco pero aliviado de la muerte. El sol, el viento y el escombro solo bastan a los animales, y para los animales quedaron. Mistrás no es una ruina porque aquí nunca hubo una ciudad: ella está hecha de los mismos materiales que los arroyos y las colinas.
