El Foro Romano no debió de parecer un lugar muy bello a los propios romanos, y probablemente sea esa una de las razones por las que cada emperador quiso hacerse un recinto separado a su gusto y con su nombre. Lugar confuso, de implicaciones políticas diversas y contradictorias, y salpicado de puntiagudos bultos conmemorativos, el Foro era un lugar poco apropiado para la dictadura. En contra de lo que pudiera pensar Camilo Sitte, que en la introducción de su libro “La construcción de ciudades según principios artísticos” imagina la construcción del Foro bajo una concepción artística unificada, casi inconscientemente siguiendo unos principios reglados, su planimetría parece más bien el resultado evidente de la acumulación histórica de objetos sobre una especie de espacio político.
Para los madrileños, Colón es nuestro Foro Romano. O, al menos, eso se ha pretendido que fuera, en una traducción un tanto cutre de sus esencias. El humilde monumento a Jorge Juan que se yergue en una de sus esquinas es un breve anticipo del auténtico carácter de la plaza: la composición por apiñamiento de objetos diversos. Al igual que ella, la curiosa escultura consiste en una serie de elementos apilados sin casi relación entre sí en cuanto a color, textura o mensaje, formando un conjunto que a primera vista resulta difícil saber bien de qué época procede o qué hace exactamente ahí. Y, sin embargo, la plaza de Colón y su predecesor latino se diferencian en un aspecto fundamental, ya que mientras al Foro todo le da la cara, a nuestra pobre explanada su entorno le da una especie de espalda con cierto desdén. Separada de las fachadas colindantes por el continuo tráfico de coches y abandonada a su suerte por cada edificio de cierta relevancia que se abre, en su lugar, a pequeños parterres o porciones de acera que hacen de placita supletoria, Colón está solo ante su errático devenir histórico.
Debido a su organización como compendio de elementos sin mayor relación entre sí que su evidente yuxtaposición espacial, como parcheo improvisado y desidioso de realidades urbanas e históricas, no he encontrado la mejor forma de aprehender la plaza de Colón que como un índice. He aquí una lista para Colón:
La mencionada estatua de Blas de Lezo, que junto con el pedestal a Jorge Juan conforma una especie de reducido panteón de marinos ilustres. Para las estatuas, ser pareja es negativo: no permite la individualidad que destaca ni la enumeración que ensalza a los seleccionados, tan solo la competencia.
Una maravillosa escultura colosal al descubrimiento de América, envolviendo con su silencio solemne y la sombra de sus vuelos a aquellos que lo rodean.
Una boca de parking con su característica aura deprimente, ubicada poco convenientemente entre los dos monumentos militares.
Un monumento a Colón, recientemente rotondizado, que en su contraste con el de Barcelona evoca el que hay a veces entre las dos ciudades: el de Madrid es menos soñador, más modesto, pero igualmente válido y probablemente menos criticado.
El extraño edificio mixto de la Biblioteca Nacional y el Museo Arqueológico, que ofrece a la plaza su lateral sin puerta tamizado por la sucesión de un foso, una valla, una estrecha acera, tres carriles, una rampa de parking y un jardín hasta el área habitable.
Un conjunto un tanto sombrío de sombrillas-hexágono, entre las cuales uno parece aventurarse hacia un mundo en el que estar de pie bajo una pesada sombra de hormigón.
La ocurrencia de la bandera de España más grande de España, reinando sobre toda la plaza, pero sin terminar de abrirse hueco en ella.
Una explanada de grava en la que a veces se realizan eventos, y que la mayor parte del tiempo es más tendente al descampado.
Un ejemplar gigantesco de las cabezas alargadas de Jaume Plensa, a la cual se prohíbe amablemente acceder con una barandilla colocada -y esto ya es una ironía- sobre un puente de piedra que cruza hacia ella sobre el estanque.
Un estanque sobre la entrada del auditorio, entre la Castellana y la plaza peatonal, casi imposible de ver desde ninguno de ellos.
Uno de los últimos edificios firmados por Norman Foster, de apariencia más bien endeble y apática, cuyas esquinas se desvían malévolamente de la vertical lo suficiente como para ser perceptible pero no agradable.
Un Gran Meliá 5 estrellas y un edificio de oficinas que parecen justificarse mutuamente en su esencia compartida de antigua sede de compañía de seguros, y que por lo demás ha generado una especie de "barricada vegetal" para encerrar una terraza a la que no está invitado nadie que pase por delante.
Una plaza adyacente, con un incomprensible diseño arbustivo y su monumento a Madrid que nos transporta a una escena en la que conviven dos violentas serpientes, un disco astral, y el arcoíris que apunta a un busto de mujer proyectado sobre el infinito, con tintes que personalmente encuentro psicotrópicos. Flanqueada por el Meliá, el edificio ex-okupado por neonazis, y adornada con esta incomprensible muestra de civismo escultórico, nadie de quienes la bordean quiere saber nada del skateboarding ni del botellón de entre semana que ocurren en ella. En un toque de la más fina ironía esta placita se llama Margaret Thatcher.
La antigua sede del Banco Madrid, hasta hace poco okupada por el colectivo neonazi Hogar Social Madrid. Como cualquier otro edificio enfermo, descansa ahora de las miradas bajo un andamio que hace de anuncio de carretera improvisado.
El centro comercial Platea, lugar recóndito que supone uno de los pocos reductos que quedan en Madrid de las galerías comerciales subterráneas, con su mercería, sus ultramarinos y su local que se traspasa, como aquellas que pueblan las ciudades de provincia.
Dos curiosas pantallas de publicidad encerradas entre cuatro vidrios y sujetas por tres patitas de metal.
El discreto centro cultural subterráneo Emilia Pardo Bazán, cuya misma existencia, en vez de la de un aparcamiento, es en sí una sorpresa.
Un rincón de la más pura apología del apiñamiento que nos deja el siempre interesante dilema de la gallina y el huevo: ¿fueron antes el sensor de viento, las cajas de registro y el palo verde, o los dos laureles que conviven con ellos como actores que hacen de robots?
La torre colgada más alta del mundo, obra de la modernidad más optimista de la España de los 60. Remodelada por el hijo del arquitecto original para añadir una escalera de incendios y el famoso enchufe verde art decó que se convirtió en una improbable seña de Madrid. Ahora el mismo hijo ha emprendido una campaña de desprestigio contra una nueva remodelación -encargada a otro estudio- que, además de devolverle parte de su carácter original, añadirá 4 plantas de metros cuadrados carísimos.
Una escultura de Botero de la mujer que, en su desnudez tumbada, vuelve la mirada hacia la rotonda.
El complejo Colón, con su museo de cera y sus discotecas que rescatan algo del ambiente distópico originario de AZCA, ciudad de las plataformas y los túneles.
El Casino y su fotogénica rana de la fortuna.
El final de una Castellana y el comienzo de otra muy distinta, asfaltada, con los mismos carriles, pero menos fuentes, árboles y hierbas.
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